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Las orejas de Mickey.
Por Pilar Rahola*

El tiempo, esa extraña definición. Puede volar como si fuera un caballo desbocado y devorar las emociones sin dar ni tiempo para saborearlas. Pero también puede ser como la miel, espeso, lento, y dejar el paladar tan acaramelado como el alma. Ese tiempo, el que se vive, el que se paladea, el que se sorbe, es un tiempo único. Y quizá es el único tiempo vivido. La vida, si no se tiene una constancia rotunda de cómo pasa y sigue, si sólo vuela, no es una forma de vida, sino seguramente de muerte. Sea como sea, estos días de vacaciones, con los niños reinando en nuestras horas y en nuestra suerte, con todas las obligaciones que nos autoimponemos librando por propia decisión y, lo que es más importante, con nuestra voluntad dispuesta a no dejarse arrastrar por las neuras cotidianas, estos días son días de vida densa, de calendario de lujo. La verdad es que creo que darse cuenta de lo que la vida, a pesar de todo, puede dar no es automático, sino disciplinario. La vida loca, y no precisamente al estilo de Pancho Céspedes, repleta de amor y pasión, sino la otra vida loca, la de la vanidad y la competencia, la del éxito y el fracaso, la de creer que lo profesional es mucho más auténtico que lo privado, esa vida loca tiene una fuerza arrolladora. Engulle todo cuanto encuentra, contamina la sangre hasta el punto de volverla agua, sorbe el alma hasta dejarla en los huesos. Y sí, sin duda da mucho, pero todo lo que da es fútil. Por ello, pararse en seco, sacar a pasear los malos vientos, llenar maletas, coger mapas y volar a donde habitan los sueños, niños en ciernes, es algo más que unas vacaciones. Es una disciplina a favor de la vida, como matarse en el gimnasio de las emociones para tenerlas en forma.

Por supuesto les estoy escribiendo desde el paraíso. Mi paraíso, este verano, lleva las orejas de Mickey todo el día, suda de calor y ni se entera, y baila con todas las princesas que encuentra. Hay tantas princesas por metro cuadrado, que ni los príncipes llegan a besarlas a todas. En este paraíso, mi mirada no es la mirada, sino la mirada de ellos, su mirada de pocos años y mucha más sabiduría de la que sospechamos. En este paraíso, donde brilla el sol aunque llueva y donde uno puede llevar el pijama hasta tarde porque se fue a dormir cuando las hadas lo decidieron, la felicidad existe. Y no tiene nombre de premio, ni de reconocimiento, ni es un artículo laureado, ni un buen trabajo reconocido, ni un buen sueldo. La felicidad tiene nombre de dibujo animado que se pasea por el parque de la mano de tus hijos. ¿De qué pasta están hechas las emociones? Por lo que veo, en estos días de Florida Disney, con mis locos bajitos recorriendo los 1.000 kilómetros valla sin enterarse, aunque mis piernas si se enteran..., por lo que veo, la pasta de los emociones es una pasta bastante coloreada, de forma sorprendente y con una tendencia considerable a convertir en divertido todo lo que toca. Las emociones están hechas de la pasta de la imaginación, cuando es la imaginación la que dibuja nuestra geografía.

Superada mi etapa hipercrítica, más bien adolescente, estoy por decirles que Walt Disney fue un genio. Si, ya sé, todas las Mafaldas sabemos que pensaba según qué y que más bien rayaba en lo cursi, y por supuesto tenía un pensamiento de derechas, y hasta era un poco cruel, que todos lloramos a mares con Bambi y aún lo hacemos, pero con todos los peros que podamos encontrarle, porque el hombre no era progresista, para qué vamos a engañarnos, lo suyo fue pura magia. Ese cajón mágico de colores y formas extraordinarias, donde las fronteras de lo real estallan en mil pedazos y se recomponen para inventar de nuevo el mundo, con sus seres de todas las índoles arañándonos el corazón, con sus peluches vivientes y sus dibujos con alma, ese mundo es una delicia. Y vivirlo con la mirada de una niña de cinco año, es más que una delicia, es una borrachera sentimental. Me dirán que me estoy volviendo cursi, ya saben, el calor, el calendario que da para eso, quizá la edad que empieza a hacer estragos en los incisivos y nos vuelve blandos... Quizá, pero no me importa darme un atracón de cursilería y dejarme de puñetas, que ya tendré todo el año para amargarme las vísceras.

¡Viva Mickey Mouse! Saben, éste va a ser mi grito de guerra durante una temporadita, a ver si consigo sacarme la mala leche de este año completito de malas noticias, con el mundo hecho un jirón, revuelto y asqueado. No tengo mucho más que decirles. Había pensado hablarles de lo de Londres y un poco de Oriente Medio. Incluso tuve la tentación de hablarles de lo que dicen nuestros políticos en verano, los pobres, con el subidón que les da, debe de ser el calor... Pero Mickey Mouse se coló en mis buenas intenciones y en mi ordenador de hotel, y me trastocó los planes. Y aquí estoy, dándole a un teclado sin acentos y dándole a resuello, que son 0,75 dólares el minuto. Mickey se coló, y ahí están danzando los ositos glotones y los ratoncitos traviesos y las bellas princesas y los príncipes bellos. Y ahí estoy yo, machacando mis pies, que mis hijos deben de haberse tirado en la piscina de la poción mágica de Obélix. La imaginación es algo más que un masaje del cerebro, es una limpieza del alma, una especie de protector para la locura. Cuando invade durante un tiempo nuestro tiempo manoseado, y lo limpia, y lo renueva, se convierte en un autentico salvavidas. ¡Qué voy a decirles que no sepan! Sólo mis buenos deseos. Queridos amigos del otro lado de la palabra, amados cómplices, encuentren ustedes a las orejas de Mickey Mouse.

Encuéntrenlas y, durante este tiempecito robado al tiempo, agarrense a ellas como poseos, agarrense...



*Pilar Rahola es periodista y escritora. Ex-diputada nacional del Partido Esquerda Unida, de Cataluña.