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El día de Tomás
Por Luis Cino

LA HABANA, noviembre (www.cubanet.org) - A Tomás lo delató la peste. Su cadáver desnudo e hinchado lo hallaron colgado de una viga de la cocina los dos policías y los tres testigos del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) que forzaron la puerta. Según el forense, llevaba muerto más de 48 horas. Cuando lo descolgaron tenía la lengua afuera, los ojos abiertos con desmesura y una erección. El tipo, que siempre fue tan serio, parecía burlarse de ellos.

No dejó carta ni explicaciones. Era un cuarentón algo maltratado y envejecido con premura. Pero según algunas mujeres del barrio, cuando se afeitaba y se arreglaba un poco no lucía tan mal.

Los vecinos comentaron intrigados que Tomás no estaba enfermo ni tenía problemas. Sólo se quejaba de la comida. El hambre lo seguía como un perro viejo y fiel. Su mayor preocupación era qué venía a la carnicería.

Algunos dicen que si no se hubiera suicidado de todos modos habría muerto de aburrimiento. En su vida no había sorpresas ni oportunidades.

Ni siquiera tenía la contrariedad de un altercado matrimonial. Vivía solo desde que se divorció en 1989. Cuando volvió de combatir en Angola una tarjeta amarilla, celosa de la moral partidista, le avisó que su esposa le era infiel. Desde entonces se conformó con prostitutas ocasionales. El período especial era un mal momento para estar casado. El amor no importa mucho en estos tiempos.

En los últimos años, la mala alimentación y el exceso de alcohol calmaron sus ardores sexuales. Sus 225 pesos mensuales de salario como miembro de los cuerpos de vigilancia (CVP) -jabita cada tres meses incluida- no alcanzaban para pagar prostitutas. Apenas para alguna botella de "chispa" de vez en vez.

Tomás murió de muchas cosas que tal vez no reveló la autopsia pero que saben bien los que lo conocieron.

Tomás murió de huevo frito, arroz y frijoles. De querosén, camellos llenos, colas y apagones. De asambleas, unanimidades y sobrecumplimientos. Lo mató tanta alegría, entusiasmo, tristeza e indignación orientadas por el Partido.

A su muerte tampoco fueron ajenas las mesas redondas, las mentes cuadradas, la Ley Helms Burton, el noticiero de televisión o su hijo en Hialeah, que no volvió ni le escribía.

Aunque no era de los más combativos en el barrio siempre cumplía las tareas que le asignaban. Pudo tener algunas faltas de menor cuantía con la sociedad, pero ninguna rebasó los parámetros de la doble moral. El último de sus pecados veniales fue robar, para ahorcarse, una soga del almacén que custodiaba cada dos noches, en turnos de 7 de la noche a 7 de la mañana.

Nunca leyó a Freud. No conocía las teorías de Durkheim sobre el suicidio. Sólo leía Granma, y poco. Alguien afirma haberle escuchado decir alguna vez en los últimos meses que estaba cansado de todo, que no se ahorcaba porque no tenía "timbales" para tanto. Nadie hubiera pensado que estaba loco. Tan loco como para suicidarse en medio de un paraíso, sin enfermedades ni preocupaciones.

Cuando lo descolgaron y zafaron el nudo, Tomás sacaba la enorme lengua y mostraba orondo su erección al forense, los dos policías y el responsable de vigilancia del CDR. Cual si les estuviera jugando una broma macabra.

Fue el día más importante y divertido de sus 48 años de vida.

Fuente: www.netforcuba.org