|
|
Artículos
Martí y el monstruo
Por Julio M. Shiling*
Tan antiguo como la historia es el concepto de “monstruo”. Esta palabra
derivado del latín (monstrum) ha operado como compendio dentro de la
mitología, leyendas, ciencia ficción y más comúnmente, como expresión
figurativa literaria y oral. Artífices, adeptos, amigos y apologistas
del comunismo cubano han expendido un monumental esfuerzo, con el
mencionado concepto. Construyendo su mitología revolucionaria, la
dictadura cubana no perdió tiempo en enlistar una sumisa intelectualidad
para ayudar, a no sólo construir el “hombre nuevo”, sino también de-construir
la verdad. La metodología, esta vez, sería la descontextualización.
El haber residido en la casa al lado de la que habitaba Mariano Martí en
México, sirvió para que Manuel Antonio Mercado y de la Paz conociera al
Apóstol de Cuba. El eximio mexicano llegó a ser Oficial Mayor de la
Secretaria de Gobierno del Estado (Michoacán), Diputado al Congreso,
Subsecretario de Gobernación, Vicepresidente de la Academia Mexicana de
Jurisprudencia, Secretario del Colegio Nacional de Abogados y Secretario
del Gobierno del Distrito Federal. Para José Martí fue un entrañable
amigo. Duda no me cabe, que por el recíproco efecto que Mercado le tenía
al Maestro, y en honor a la verdad, con su propia licencia para ejercer
la ley, demandaría al régimen castrocomunista (si en Cuba hubiera un
Estado de Derecho), en nombre de Martí, por difamación y desvirtuación
de carácter.
Presentaría como evidencia una exposición muy allegado a él: una carta
que el insigne cubano le escribió, un día antes de su traslado a la Vida
Eterna y consagrar en Dos Ríos, ese espacio de tierra para siempre (Carta
a Manuel A. Mercado, Campamento de Dos Ríos, Mayo 18, 1895). Con la
oración, “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas…”, han
intentados los castristas y sus simpatizantes, de elevarla a connotación
internacional, ofreciéndole amplias riendas para que circule el mundo,
desacompañada de un serio análisis y por supuesto, con una coreografiada
interpretación. Mucho hubieran dado por poder anexarle un acompañamiento
musical, como gozan ciertas estrofas de los Versos Sencillos, insertada
a la canción la “Guantanamera”. Sin embargo, como todo lo que sostiene,
moral e intelectualmente al régimen sanguinario en Cuba, carece de
sustancia, y no resistiría el escrutinio objetivo.
Los papagayos y propagandistas del castrocomunismo han pretendido
reducir el testamento político de Martí a esa oración específica y la
citada carta a Mercado, en general. En el intento de alistar al Maestro
en las filas del fundamentalismo antinorteamericano, genérico factor
inherente en todo movimiento totalitario (comunista, fascista, nazista o
islamista radical), acto de sublime imbecilidad han cometido. Usando el
hacha más que el pincel, extirparon unas palabras selectas y la
descontextualizaron del pensamiento e ideario martiano íntegro.
Cabalmente, lo han contradicho y tergiversado.
Martí le cuenta (en la carta) a su amigo mexicano de su entrevista en la
manigua con Eugenio Bryson, corresponsal de un diario norteamericano.
Este (Bryson) le relata al Apóstol lo conocido por muchos. La metrópoli
española, frustrada y amargada por su incapacidad de dominar el
movimiento independista cubano, prefería lidiar en la derrota con una
potencia extranjera, que un victorioso ejército mambí. La crónica verbal
de Bryson exponía su conversación con Arsenio Martínez Campos,
arquitecto del Pacto de Zanjón y gobernador español en Cuba, y la
articulación del mismo sobre la preferencia española de “entenderse con
los Estados Unidos a rendir la Isla a los cubanos”. Nuevamente, eso era
conclusión sospechada y nada nuevo. La reseña adicional del corresponsal
norteamericano, sobre la corriente anexionista y el pulso
antiindependentista del momento, no aportó tampoco ninguna revelación
novedosa. Sin embargo, esta carta inconclusa ha sido el banderín
predilecto y angular del despotismo cubano, para timarnos de que el
autor intelectual de la independencia de Cuba, podría también ser el
progenitor transcendental de la barbarie revolucionaria, en marcha desde
1959, y su odioso fastidio con el vecino al norte.
La coincidencia de la fecha de la carta (el día antes de fallecer en
combate Martí), indudablemente, le ha prestado un servicio a las
pretensiones del régimen. Pero sólo la desfachatez o la ignorancia
pueden servir de excusa, para el que engulle la postulación castrista.
El sacar esencialmente de su completitud contextual, posturas tan claras
como abisal, solamente se atreve un sistema que cuenta con el absoluto
control del poder y una intelectualidad borrega y cómplice. La objeción
de los cubanos (y algunos españoles también) de permanecer una colonia
de la corona española, se personificada en tres corrientes: el
autonomismo, anexionismo (a EE. UU.), e independentismo. Para el
Maestro, independentista par excellance, ningún camino que no fuera el
de la absoluta emancipación de la tierra de sus padres, era factible.
Cuba para los cubanos (y todo el que la amara), no aislada ni
exportadora de ideologías “extranjerizas”, sino partícipe de una
comunidad de naciones libres, era la colocación de, no sólo Martí, sino
de la gama de próceres, antes y después, que anhelaron la independencia
de Cuba. Rechazo a inclinaciones anexionistas, constituía una base firme,
en el planteamiento independentista. Fuera quien fuera la nación deseosa
de apoderarse de Cuba. Pero eso sí, sin rencor o cólera hacia nadie. Si
no hubo malquerencia o bilis, hacia los españoles, en el corazón del
Apóstol, sería incompatible que del pecho de Martí brotara, hacia la
democracia practicante más antigua del mundo (y no es Grecia),
sentimientos paralelos a los que los propiciadores de luchas de clases
han divulgado.
Cuba, desde su descubrimiento por una potencia europea, ha sido
codiciada por diferentes poderes. Los EE. UU. no han sido la excepción.
Tampoco ha sido una postura, dentro del entorno político norteamericano,
monolítica. Si bien presidentes como Jefferson y Polk, expresaron
interés en adquirir la isla caribeña, hubo otros, Lincoln y Teodoro
Roosevelt (para citar dos), que no compartían esa inclinación.
Adicionalmente, existe en los EE. UU., una activa práctica del concepto
de “separación de poderes”. De manera que un mecanismo, centralizado,
arbitrario y absoluta, para llevar acabo dicha transacción no existía.
Parte del problema con la premisa castrocomunista es la óptica que el
prisma totalitario ofrece. La facilidad de ejecutar decisiones
unilaterales, sin lícito procedimiento ni prejuicios democráticos, es
ejercicio cotidiano en dictaduras totalitarias. El mundo libre nunca ha
operado así.
La historia está colmada de ejemplos de regímenes, buenos y malos, que
explican su expansión territorial a través del tiempo, tanto con
legítimo, como con absurdo, razonamiento. Sin relativizar el asunto, el
hecho es que cada caso obliga un considerable y balanceado análisis,
previo a la emisión de juicio. Con respecto a los EE. UU., los enemigos
modernos de la democracia, que ven en la libertad un impedimento, han
concretado todo lo alcanzable por, demagógicamente, falsear la historia
ocurrida, y presentar otra distorsionada.
La Doctrina del Destino Manifiesto, la argumentación teórica de extender
la nación norteamericana del Atlántico al Pacífico, no fue un
planteamiento ideológico doctrinal y menos con pretensiones “científica”.
Era un precepto. Se considera que el concepto surgió de un sermón verbal
de John Cotton, un ministro puritano, en 1630. No fue hasta 1845 que un
columnista llamado John O’Sullivan retomó el tema. Cierto es que en los
1890’s, entre sectores de políticos y la intelectualidad estadounidense,
cobró nueva vida. Pero una distinción urge que se haga diferenciando
dicha postura no-escrita de expansión y el “norteamericanismo” como
fenómeno socio-político excepcional.
El hecho de que los EE. UU. la fundaron individuos que vinieron buscando
la libertad religiosa y fomentaron los documentos políticos más audaces,
con respecto a la protección de libertades civiles y limitaciones al
poderío estatal (First Virginia Charter de 1606, Fundamental Orders of
Connecticut de 1639, First Continental Congress: Declaration of Colonial
Rights de 1774, Virginia Declaration of Rights de 1776), sin duda
contribuyó a la percepción de muchos de sus ciudadanos (y otros no-ciudadanos),
que la mencionada nación, ex colonia inglesa, tenía un importante sitio
dentro de una esquema Providencial. Al menos nunca antes había existido
un experimento político, donde tanto se enfatizó la libertad como
derecho natural y la búsqueda convencional para su preservación. Las
complejidades de una sociedad plural como la norteamericana, forjada de
amalgamas de culturas, idiosincrasias, pero suficientemente fuerte para
no sólo no perder su identidad, sino extender la civilidad de su cultura
socio-política a todos sus residentes (naturales o recién llegados) y a
la vez establecer la potencia económica más rica del planeta, no escapó
la admiración de Martí. Este fenómeno era relevante aún en la época del
Maestro.
Para Martí, la libertad era una consagración. Sería inconsecuente que el
insigne cubano desplegara animosidad hacia la esquema política cuya
primacía era la libertad de cada individuo. Gran contraste a la bárbara
experimentación que se cometía al otro lado del Atlántico, donde la
guillotina resultó ser el bisturí de los ingenieros sociales franceses.
Martí gozaba del mágico don del poderío de palabras. Pero su poética
alma, exponiendo siempre con galán y exquisito vocablo, jamás se
desprendió de la consistencia. Por eso muy temprano en su vida expresó
su admiración por el excepcionalismo norteamericano. De particular
elogio fueron su dinamismo, pluralismo y, valga la redundancia, el
cultivo a la libertad que encontró en el país donde más tiempo,
terrenalmente, habitó. La estimación del Apóstol por la tierra de
Washington, y su amor por Abraham Lincoln, Ralph Waldo Emerson y Wendell
Phillips (cuya fotografía colgaba en la oficina de Martí: ver Carta a
Gonzalo de Quesada, Abril 1, 1895. Nota: no había retrato de Marx), no
le impedía, simultáneamente, criticar y objetar ciertos procedimientos,
corrientes políticas y costumbres culturales de la misma.
El absolutismo socialista en Cuba ofende la inteligencia humana, al
pretender encasquillar al Maestro en un simplismo inaplicable. Martí era
lo suficientemente sofisticado para segregar lo deseado de lo indeseado,
sin destruir el panorama generalizado. El exilio extendido del Apóstol
en los EE. UU. y partes de América, le ofreció una apreciación
sociológica, donde veía ciertas aventajas en la aplicación de modelos
culturales que tomaran más en cuenta factores idiosincrásicos. El
paradigma anglo sajón protestante (EE. UU.) o el europeo, estrictamente
aplicado en América Latina, Martí consideraba que se encontraría con
problemas de inadaptabilidad, sin añadiduras autóctonas. Su análisis
partía de consideraciones sociológicas y antropológicas, no ideológicas.
El palpar inclinaciones eurocéntricas en los EE. UU., fue otra
observación del Apóstol, no distante de la realidad. Dicha inclinación,
reflejaba una muestra de la bajeza humana, relevante a toda la humanidad
y anotada por Martí, ciertamente, de lo que consideró latente en los EE.
UU. Pero no es menos cierto, que plasmó en sus escritos también la
movilidad con que la sociedad norteamericana navegaba. Fenómeno hecho
posible sólo en un lugar de oportunidades. Esa otra parte contenía los
elementos admirables hacia el país norteño. La búsqueda en exceso de
riqueza material fue otra detracción.
La crítica del Maestro hacia el consumismo y el ritmo de vida en los EE.
UU. reflejaba una legítima inquietud compartida, incluso, por numerosos
norteamericanos también. Sin duda, la época que le tocó Martí vivir fue
una de gran expansión económica, invenciones, innovaciones y el uso de
la tecnología como nunca antes (para esa época). El desplazo poblacional
hacia la urbanización, el influjo de masas de nuevos residentes
provenientes de países diferentes, vislumbraba la llegada de la
modernidad y todos sus costos de adaptabilidad. El planteamiento del
Maestro preserva su relevancia aún hoy y es una cuestión que toda
sociedad que descubre el progreso económico y tecnológico, tiene que
enfrentar: mantener un equilibrio entre lo material y espiritual. Pero
en ningún momento, abogó Martí por una intervención convencional
coercitiva. Mucho menos prescribió un plan de “acción revolucionaria”
para implantar la utopía. La reverencia martiana por la libertad se lo
impedía. Su crítica era una apelación a un más enaltecido modo de vivir,
pero uno sin sacrificar el libre espacio de los ciudadanos.
Nociones como la desigualdad, fueron atendidas por el Apóstol desde el
prisma del liberalismo. Nunca comulgó con las recetas radicales del
socialismo para lidiar con ese problema. De manera que sus anotaciones
de como se desenvolvía el nuevo orden económico en su día y los ajustes
al capitalismo, la tecnología que trajo y el peaje del reajuste social,
fueron siempre uno de trabajar para su mejoría, dentro del sistema
social existente. Nunca reemplazándole. Menos violentamente y sostenido
por coerción.
Los EE. UU., ya para la época del Maestro, encabezaba el mundo en
capacidad productiva. Había, incluso, sobrepasado los países europeos.
Su deseo de extender su influencia en el continente donde es encuentra,
era de esperar. Eso ha sido el caso, con toda potencia, a través del
tiempo. En eso, tampoco, los norteamericanos han sido exclusivos. Aquí
no se está emitiendo un juicio de si es una conducta benigna, o no, la
temática de hegemonías. Pero si se fuera intentar, abría una largísimo
lista de naciones e imperios sobre el cual habría que emitir un
veredicto. Se puede comprender, también, que en un mundo globalizado,
hoy, la mayoría lo ve con menos sospecha. Martí, político capacitado,
actuó correctamente alertando, desde la óptica de su tiempo y lugar,
sobre la potencialidad del vecino norteño. Como patriota y toda una vida
ungida por la independencia de su patria, era natural que combatiera
cualquier pisco anexionista. Su cautela, en nada lo convierte en un
antinorteamericano. La inquietud del Maestro con los EE. UU., legitima
en ese momento, jamás en la práctica alcanzó la proporción de injerencia
que los comunistas cubanos, nos han querido convencer.
Para el analista objetivo, en el precastrocomunismo las relaciones entre
Cuba y EE. UU., nunca alcanzaron dimensiones categóricas, de un imperio
y su súbdito. Pese a situaciones específicas e inoportunas y “enmiendas”
que todos lamentamos (y luego fue derogada), el entrometimiento de los
EE. UU., en los asuntos de la República de Cuba, conocía límites que
quedaba demostrado, cada vez que el estado republicano cubano así lo
decidía (presidencia de Alfredo Zayas, para nombrar sólo un instante).
Un análisis de las relaciones cubanas-norteamericanas, previas a la
dictadura castrista, compelería una ardua visitación histórica, donde
protagonistas criollos tendrían que asumir su responsabilidad por las
intromisiones, concretadas o tentativas, ya que muchas veces obedecían
mezquino intereses partidistas o sectarios domésticos. Si se fuera a
categorizar, el vínculo cubano-norteamericano como uno de
imperialista-súbdito, habría que redefinir la terminología de palabras y
conceptos. Nuevamente, la patraña castrocomunista, no resistiría un
mínimo escrutinio, superada ya de su fatigada descarga, emocional pero
vacía.
Curiosamente, Cuba sí llegó alcanzar niveles descriptivamente paralelos
o en aproximación, a lo que preocupaba a Martí. Pero no fue la nación de
Lincoln la que propició el alcance imperial. Sino sucedió con el régimen
que instauró Lenin, el mismo “revolucionario” que enmendó el marxismo,
con nada menos, que su tesis sobre el imperialismo (un experto en la
materia de violar la soberanía de otros). Pronto y fácil, el que se
documenta descubre, que la palabra “imperialismo” ha sido una más en el
grande vagón de términos y expresiones, mancillados y deformados. Martí
equiparaba el imperialismo con el ejercicio autocrático del poder
político por una fuerza foránea. Punto. La misma carta a Mercado
demuestra al Maestro usando la palabra, en su referencia a los EE. UU.,
estrictamente bajo condiciones de una acción anexionista. La otra
referencia es con la metrópoli española, y la obvia monarquía
absolutista. La tediosa extensión que Lenin (particularmente), Rosa
Luxumberg y otros marxistas le dieron al concepto original de “imperialismo”,
desembocó en su desnaturalización total. Hoy pudiera querer decir todo
lo que un comunista quiere que sea. Siempre y cuando, por supuesto, esté
denigrando o insultando. Cuando se lee a marxistas, uno se lleva la
impresión de que escriban para que nadie los lea, pero que todos los
sigan. Martí, sin embargo, sí leyó a Marx y los socialistas que lo
precedieron. Ninguno lo convenció. Desde 1959, el despotismo cubano y
sus cacatúas, quieren convencernos a todos del sentir de animosidad del
Apóstol, hacía los EE. UU., su sistema (económico y político) y un
percibido imperialismo que, naturalmente, ellos mismos, con exclusivismo,
insisten en definir.
Martí era, enfáticamente, antiimperialista. La voluntaria renuncia a la
soberanía cubana que la dictadura castrista ejerció con la Unión
Soviética, jamás el Maestro hubiera aplaudido. Más aún, su desprecio por
toda esquema convencional que privara al hombre del necesario variable
para, con decoro vivir la vida: la libertad; encontraría en Martí un
acérrimo e intransigente enemigo de dicho sistema. El problema del
castrocomunismo en particular y el socialismo en general, con los EE. UU.,
no es su pesada diatriba de huecas acusaciones de “imperialismo”, que ni
ellos exactamente pueden precisar. El léxico propagandista es pura
letanía ideológica. La lucha por influenciar el rumbo del mundo está
siempre latente. Y ellos no son meros espectadores. Luchan por
monopolizar el reguero de la hegemonía. Pero claro la marxista-leninista.
El verdadero problema que tienen con la nación norteamericana es la
preponderancia que esta le concede a la libertad en todas sus facetas y
el impedimento que esto les resulta a sus objetivos subversivos.
El fidedigno testamento político del Maestro, para el que lo quiera
buscar, lo escribió en un pedazo de Cuba en Quisqueya, llamado
Montecristi. Ahí con Máximo Gómez en la proximidad, redactó un
Manifiesto para la eternidad. La ausencia en la misma del concepto del
odio, ha privado a los comunistas de esa inherente (y necesaria) arma en
el arsenal ideológico de la lucha de clases: el odio, como bien lo narró
el buen marxista-leninista Ernesto (Che) Guevara. El verdadero
“monstruo” está aún en el poder en Cuba. La verdadera monstruosidad es
la barbarie cometida por un movimiento político psicópata y su
engendrado sistema, que ha afligido la patria de Martí. Pero todo llega.
El Maestro espera concluir su obra.
Julio M. Shiling*: Nació en La Habana,
Cuba. Es Director de Patria de Martí, analista político, articulista, y
Oficial Ejecutivo Principal (CEO) de Financial Concepts of America, Inc.
Tiene una Maestría en ciencias políticas de Florida Internacional
University (Miami, Florida, EE.UU.).
Miami. Mayo 19, 2008.
Fuente:www.patriademarti.com
|
|