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Artículos
Bailar al son de Castro.
Por Orlando Fondevila.
La orquesta de los hermanos Castro lleva casi medio siglo escribiendo
letra y partitura, y ejerciendo de exclusivos intérpretes de un perverso
y único son que los cubanos bailamos, queramos que no, alelados por una
especie de modorra ética de la que no sabemos cómo desembarazarnos.
En estos días discutimos con caliente apasionamiento (como debe ser
entre cubanos) el plan de medidas que la administración norteamericana
ha diseñado y ha puesto en práctica con el objetivo de acelerar la
transición democrática en Cuba, ésa que supuestamente queremos los
cubanos todos. Por supuesto, el régimen y su cohorte de corifeos ha
reaccionado con la ira esperable. ¡Injerencia! ¡Fascistas! ¡Quieren
doblegar al noble y heroico pueblo cubano por hambre! Nada nuevo en la
monótona y larga partitura de unos músicos pedestres, incapaces de
ensayar otras variaciones melódicas y rítmicas.
Pero, ¡oh, sorpresa! Muchos de los bailadores que se suponía ansiaban
cambiar de música, pues no, hete aquí que atontados siguen bailando la
única música que conocen. Los directores de la orquesta, mientras tanto,
sonríen.
Examinemos el asunto. Preguntémonos. Lo primero, ¿queremos realmente un
cambio en Cuba? Lo segundo, ¿cómo lo conseguimos? Doy por descartada una
acción militar norteamericana, que ni los yanquis quieren, ni la mayoría
de los cubanos quieren. Doy por descartada una acción militar de los
propios cubanos porque objetivamente no parece probable, ni parece tener
probabilidades de éxito. Doy por descartada la oración, porque aunque la
considero un hecho espiritual recomendable, tengo serias dudas acerca de
su eficacia en este caso. Doy por descartada la conversión democrática
de los hermanos Castro, por cuanto se trataría de un milagro superior a
lo ocurrido hace más de dos mil años en el camino de Damasco y, por lo
tanto, casi imposible. Doy por descartado que la heroica oposición
interna, presa, aislada y cercada pueda, por sí sola, traernos el cambio.
Y, por último no creo en la predisposición del régimen al diálogo y la
reconciliación para un cambio (salvo el diálogo con el inefable Menoyo).
¿En qué creo? ¿Qué nos queda? La presión. Toda la presión que podamos
ponerle a la caldera totalitaria. ¿Que la presión haría sufrir a la
familia cubana? Examinemos.
¿Alguien ha hecho más daño a la familia cubana que la orquesta de los
hermanos Castro? Sin entrar en profundos análisis sociológicos del
desarme fáctico de la familia que propugna el totalitarismo comunista,
repasemos un poco la historia política del asunto. Durante 20 años,
desde 1959 hasta 1979, el que se iba de Cuba lo hacía con la convicción
de que no podría regresar nunca. Ni siquiera comunicación con la familia
que hubiera podido quedar en Cuba, a la que se penalizaba por este hecho.
Así, hasta que Castro entendió que convenía a sus intereses cierta
apertura. Ahora, el amo no sólo permite, sino que alienta a que los
exiliados visiten con todo amor a sus familiares. Les cobra lo indecible
por permisos de todo tipo, les cobra abusivamente por el sobrepeso, les
dicta qué pueden o no traer de regalos para así obligarles a gastarse su
dinero en las tiendas del amo. Ah, y las llamadas telefónicas a Cuba,
las más caras del mundo. Y todo el mundo sin rechistar, sin
manifestaciones de protesta. Y, cómo no, puede ir de visita quien Castro
decide, por el tiempo que él decide.
Durante años, nada de remesas. A quien se le encontrara un dólar en la
Isla o su familia en el exterior hiciera alguna transacción para que en
Cuba se pudiera disponer de algunos pesos, a la cárcel por tráfico de
divisas. Hasta que el régimen, como tabla de salvación, las permitió.
Ahora quiere esas remesas, y las quiere abundantes. Claro que no podrán
ser empleadas por los destinatarios en lo que quieran (como en cualquier
país normal), por ejemplo para poner una pequeña empresa. No, las
remesas son para ser gastadas en las tiendas (las únicas) del dueño de
la finca, pagando los precios que él imponga arbitrariamente. Y todo el
mundo sin rechistar, sin protestar ni hacer manifestaciones. No puede
ser, dicen, que nos prohíban enviar más de 100 dólares mensuales. Y esto
en un país en el que nadie, nadie legalmente gana más de 25 dólares al
mes. Remesas para los familiares “tranquilitos y calladitos”, porque si
se les envía a los disidentes es inadmisible. Son mercenarios.
Castro no quiere balseros, ni quiere “desertores”. Y no los quiere
porque quien se va de esa forma no es controlable. Por eso les castiga y
nos les permite en muchos años la reunificación con su familia. Él
quiere visas, 20 000 visas anuales. Primero, porque así puede decidir
quién sale y quién no. Segundo, porque así se garantiza un flujo fácil
de dinero “manso” para sostenerse en el poder, además de una coartada
para otras operaciones como las denunciadas de blanqueo de dinero. Y de
paso, les cobra por salir. No obstante, cuando ha convenido a sus fines
de poder, él personalmente se ha encargado de promover la emigración
ilegal. Así fue cuando el éxodo del Mariel, pero sobre todo cuando los
balseros en el 94. Y, a prácticamente todos, los Estados Unidos les
reciben y les otorgan la condición de refugiados en virtud de la Ley de
ajuste cubano. Un privilegio del que disfrutan los cubanos SÓLO en
Estados Unidos. Ningún otro pueblo, ni en Estados Unidos ni en ninguna
parte recibe esta especial consideración, teniendo en cuenta únicamente
su condición nacional. ¿Por qué? Porque se da por hecho de que huimos de
una persecución política. ¿Todos? Al menos todos lo aceptan tácitamente
para gozar de sus ventajas. Pero resulta que según las normas
internacionales un refugiado no puede retornar a su país de origen
mientras no se hayan modificado las circunstancias que le obligaron a ir.
¡Ah, no!. Ahí algunos cubanitos se sublevan y escandalosamente se
refieren a sus derechos y a sus muy nobles sentimientos filiales, no ya
por los parientes directos, sino hasta por el perrito que dejaron
abandonado. Y ahora sí protestan y se movilizan. A bailar al son de
Castro.
A qué seguir. La disyuntiva está planteada. O nos resignamos a continuar
bailando el son que nos tocan los hermanos Castro, o nos disponemos
seriamente a cambiar de orquesta.
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