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Cuba y la enfermedad de América Latina.
Por  Orlando Fondevila

Probablemente la más onerosa de las enfermedades sociales es la del mito. Vivir en el mito, del mito y por el mito. Entendámonos, el éxito de Occidente, o de quienes en Occidente han tenido éxito, ha consistido en la renuncia del mito, relegándolo al amable rincón de la memoria en que habitan las fantasías literarias. Quienes se aferran a los mitos o están perpetuamente a la caza de algún mito, o de crearlo para vivir abrazado a él, viven apelmazados en una inercia e incomprensión de la realidad que les hace idiotas. Perfectos idiotas, como los calificara acertadamente Montaner, Plinio Apuleyo y Álvaro Vargas Llosa.

¿Cómo se puede progresar, avanzar socialmente, conseguir sociedades libres, estables y prósperas sin soltar el lastre del mito de un pasado glorioso, una remota y perdida época dorada con la que se sueña y a la que se quiere volver? ¿Cómo, sin abandonar el mito de que nuestros infortunios siempre se deben a otros, sean las rémoras del colonialismo hispano o la maldad intrínseca del codicioso vecino norteño? ¿Cómo, si nuestro imaginario está lleno de feroces combatientes, de barbudos y locos criminales como Ché Guevara, a quienes no dejamos de evocar melancólicamente? ¿Cómo, si la revuelta sin fin es nuestro programa de salvación? ¿Cómo, si en Argentina todavía se sigue pensando en Perón y Evita y se siente religiosa devoción por ese maravilloso futbolista y pobre persona que es el Diego? ¿Cómo, si somos capaces de creer en un Mesías de comics (aunque brutal) como Chávez, o mediocres oportunistas y farsantes como la Menchú o la Bonafini? ¿Cómo, si nuestro orgullo intelectual son García Márquez, Benedetti y tantos otros, sin duda magníficos escritores pero ellos mismos enfermos de mitos? ¿Cómo, en fin, si para muchos el paradigma es nada menos que la monstruosidad castrista?

Latinoamérica está enferma de mitos. Se muere de mitos. Es imperativo un sacudión.
La última desfachatada insolencia de Castro para con los gobiernos de América Latina, en especial Méjico y Perú, que se atrevieron a desafiarle mínimamente en la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra, es una muestra más de la enfermedad del mito sostenida con empecinamiento por la izquierda irredenta y odiadora. Ante la digna respuesta de los mandatarios de estos país, sobre todo de Méjico, acudió de inmediato en auxilio de Castro y del mito la izquierda de esos países, súbdita de Castro y del mito antes que de la dignidad y soberanía de sus propios países. Y todavía algunos gurús intelectuales nuestros teorizan acerca de las ventajas que para los cubanos tendría la victoria de López Obrador en Méjico y de la izquierda en general. López Obrador, con cuyo partido ha estado conspirando el Departamento América de Castro, muy interesado en reconquistar el bastión mejicano.
Castro apuntala los mitos en la región con nuevas tácticas atendiendo a las nuevas realidades. Ahora promueve la subversión por métodos “democráticos”. Se esfuerza privilegiadamente con Venezuela –el petróleo-, mientras poco a poco interviene en Bolivia, hace guiños al inefable Kirchner trabaja con otros destacamentos de la región. Destacamentos del gran ejército multinacional que posee y que desbocadamente marchan detrás del mito, o de los mitos.

No es una exageración, y aunque nos desagrade admitirlo, Castro continúa siendo hoy el centro difusor de mitos en América Latina. Castro es hoy la gran perturbación, el impedimento uno para que América Latina comience a desembarazarse de sus mitos. La libertad de los cubanos es hoy por hoy el dato necesario para que estos pueblos pueden avanzar e integrarse con fuerza en el Occidente exitoso, al cual hasta ahora sólo han pertenecido a medias.

Castro es, y con él nuestros mitos, la enfermedad de la que tenemos que curarnos.