M.C.U.D.

 

MOVIMIENTO CUBANO UNIDAD DEMOCRÁTICA

"Trabajando juntos por Cuba Libre"

 
M.C.U.D.
QUIENES SOMOS
OBJETIVOS
INFO CUBA
OPOSICION
DOCUMENTOS
CUBA EN FOTOS
ARCHIVOS
EVENTOS
DONACIONES
ENLACES

 

 
 
Artículos


La Fábula del Águila y el Tomeguín.
Por Alfredo M. Cepero.*

Durante casi dos siglos los cubanos hemos buscado infructuosamente en los Estados Unidos de Norteamérica la solución a nuestros problemas nacionales. Es hasta cierto punto explicable que la prosperidad económica, el poderío militar y la estabilidad institucional de esta gran nación nos deslumbrara al punto de crear un espejismo dentro del cual nuestra supervivencia como nación estaría garantizada por la protección del coloso del norte. Nuestra historia es rica en ejemplos de lo que acabamos de decir; donde el más doloroso y reciente lo constituye aquella frase repetida hasta el cansancio en 1959: “ Los americanos no van a permitir un estado comunista a 90 millas de sus costas”. Cuarenta y seis años después sabemos que no sólo lo permitieron sino que fué necesaria una amenaza nuclear contra su propia población en octubre de 1962 para que abandonaran su indiferencia ante la tormenta que se cernía sobre el continente. Y todos sabemos que, en el proceso de solución de la crisis, fué negociada la libertad del pueblo de Cuba a cambio de la seguridad del pueblo de los Estados Unidos. En esta ocasión, aunque nos moleste pero como era su deber, Kennedy dio prioridad a los intereses del pueblo que lo había elegido.

Sin embargo, esa compleja relación entre la majestuosa águila norteamericana y el jovial tomeguín cubano comenzó de manera inesperada y en contraste con los acontecimientos de años posteriores. En el invierno de 1781, los soldados del Ejercito Continental al mando del General George Washington deambulaban hambrientos y descalzos en espera de ser aniquilados por las tropas inglesas al mando del General Charles Cornwalis. El Almirante De Grasse fué enviado a Cuba a recaudar fondos para las tropas de Washington y las damas habaneras ofrendaron sus joyas para salvar la libertad norteamericana. El resultado fué la victoria de Yorktown, donde fué consolidada la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica.

Cuando a principios del siglo XIX los cubanos decidimos romper nuestros lazos con una metrópolis despiadada que explotaba nuestros recursos e ignoraba nuestras reivindicaciones, predominaron dos corrientes contradictorias: la independencia absoluta o la anexión a los Estados Unidos. Hombres ilustres como José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero y Gaspar Betancourt Cisneros contemplaron una u otra tesis en distintas etapas de sus vidas. En aquellos años de nacionalismo incipiente, el venezolano Narciso López plantó por primera vez en suelo cubano nuestra enseña nacional con su desembarco y toma de la ciudad de Cárdenas el 19 de mayo de 1850. La expedición, como tantas otras que le siguieron a lo largo de nuestras luchas por la independencia, salió de suelo norteamericano.

Pero en el siglo XIX, al igual que en nuestros días, la causa de la libertad de Cuba tuvo aliados y adversarios en el ámbito político de los Estados Unidos. En 1870, el Presidente Ulyses Grant calificó de “forajidos” a los insurrectos que luchaban frente a las tropas españolas. Años más tarde, en 1895, el Presidente Cleveland asestó un golpe que resultó casi fatídico a los planes de José Martí para liberar a nuestra patria con la confiscación de centenares de fusiles, municiones y vituallas en la isla floridana de Fernandina. Andando el tiempo, la noble gesta de la Guerra Hispanoamericana fué manchada por la ausencia forzada del General Calixto García de la capitulación de las fuerzas españolas y de la entrada de las tropas norteamericanas a la ciudad de Santiago de Cuba en julio de 1898. En carta dirigida al General William Shaffter, Calixto García se lamentaba de que: “ Circula el rumor...de que la orden de impedir a mi Ejército su entrada en Santiago de Cuba ha obedecido al temor de venganza contra los españoles.” Y visiblemente indignado agregaba: “Permítame Ud. que proteste...formamos un ejército tan pobre y harapiento como el ejército de sus antepasados en su guerra noble por la independencia de los Estados Unidos de América; pero a semejanza de los héroes de Saratoga y de Yorktown, respetamos demasiado nuestra causa para mancharla con la barbarie y la cobardía.”

El 20 de mayo de 1902 nace la Republica de Cuba con el lastre de la Enmienda Platt, que otorga facultades a los Estados Unidos para intervenir en los asuntos internos de la nación cubana. Pero sería injusto atribuir a designios hegemónicos de Washington la segunda intervención norteamericana bajo Charles Magoon en 1906. Los próceres de la Guerra de Independencia devinieron en políticos corruptos y arrogantes que prefirieron una intervención extranjera antes que una negociación entre cubanos. El Presidente Theodore Roosevelt accedió a la intervención solicitada tanto por el gobierno de Estrada Palma como por la oposición después de agotar numerosas vías para calmar las pasiones. En 1933, con otro Roosevelt en el poder, causas y acontecimientos similares condujeron a la llamada “mediación” del Embajador Norteamericano Summer Welles, durante la crisis que se produjo con motivo de la caída del gobierno del General Gerardo Machado. Una vez más los cubanos, incapaces de entendernos para gobernar, abdicábamos de nuestra responsabilidad ciudadana y rendíamos nuestra soberanía nacional ante una potencia extranjera. El resultado fue una cadena de gobiernos corruptos, ineficientes y dictatoriales que crearon un estado de indiferencia y desesperación ciudadanas donde creció como la mala hierba el evangelio de odio del Castro comunismo.

Al igual que en 1906 y 1933, desde 1959 los cubanos hemos buscado en Washington la solución a nuestra devastadora tragedia nacional. Analizado a la luz de la historia, el desastre de Girón no debió habernos sorprendido. Los norteamericanos se replegaron para proteger los que erróneamente creyeron sus intereses nacionales y los cubanos participamos a ciegas en un juego donde nuestros aliados tenían todas las cartas. Pero en Girón, a diferencia de la llamada “Crisis de los Cohetes”, Kennedy incurrió en un delito flagrante de traición a un grupo de hombres que había sido entrenado y armado por los Estados Unidos para poner fín a una amenaza común.

Los breves años de confrontación abierta entre Washington y La Habana fueron seguidos por una etapa de compasión hacia las víctimas y de contemporización con el enemigo. Quienes tomamos el camino del exilio norteamericano fuimos calificados de “refugiados políticos” y se nos proporcionaron numerosas oportunidades para integrarnos a esta sociedad opulenta. Por su parte, el tirano disfrutó de impunidad para llevar la subversión y la guerra a las más remotas regiones del mundo como “condotiero” de la Unión Soviética.

En un intento por abrir un frente en el campo de las ideas, el Presidente Ronald Reagan promovió la creación en 1984 de Radio y Televisión Martí, cuya eficacia se ha visto mermada por la falta de compromiso de sus sucesores para obtener fondos suficientes para sus operaciones. Al punto de que, 21 años después de su creación, el gobierno escatima unos miserables 10 millones de dólares para operar el avión que facilitaría una recepción nítida en la isla. Y cualquiera sabe que transmisiones sin recepción son literalmente “palabras que se lleva el viento”.

Pero sin dudas lo más desconcertante ha sido la dialéctica de belicosidad sin acciones de los residentes de la Casa Blanca a lo largo de estos 46 años. Y lo más doloroso, el cambio drástico en la terminología y el trato a quienes se juegan la vida en el Estrecho de la Florida para escapar de la tiranía. Ya no somos “refugiados” sino “migrantes”. Ya no se nos acoge como víctimas del comunismo sino se nos devuelve a un infierno totalitario donde se violan todos los derechos humanos. La llamada “Ley de pies secos, pies mojados” no es otra cosa que un subterfugio para lavarse las manos y una estratagema para apaciguar al tirano. Es, sobre todo, una ley indigna de la tradición democrática, incluyente y compasiva de los Estados Unidos que fue puesta en vigor por nuestro taimado adversario Bill Clinton y debe ser derogada por quién se proclama nuestro amigo el Presidente George W. Bush. Y si el visionario que llevó la democracia a miles de millas de distancia en Irak y Afganistán quiere contribuir a que florezca a sólo 90 millas, no tiene que enviar soldados ni gastar billones de dólares. Bastaría con que aplicara el Título III de la Ley Helms-Burton, el cual castiga a aquellos extranjeros que se asocian con el tirano para robarse nuestros bienes nacionales. En realidad, la ley no aplicada es peor que la ausencia de ley porque, si la segunda crea un vacío jurídico, la primera resta credibilidad al gobierno que la ignora. Un gobierno que hace ostentación de valores éticos como el del Presidente Bush no puede ignorar el Título III.

Volviendo a nuestro “mea culpa”, es de esperar que los cubanos hayamos aprendido algo del rosario de sufrimientos y desastres en que hemos convertido nuestra vida nacional en los cien años de independencia nominal y de dependencia auto-impuesta, transcurridos desde el 20 de mayo de 1902. Nos acercamos irremisiblemente a un nuevo amanecer de libertad para el cual debemos empezar a prepararnos desde ahora. Un nuevo amanecer de interdependencia con todos y dependencia de nadie. Y, sobre todo, donde nuestras relaciones internacionales tengan como prioridad nuestros intereses nacionales. Si fracasamos no culpemos a más nadie que a nosotros mismos. Ya es hora de que el tomeguín aprenda a volar por sí mismo sin esperar por la protección del águila.

Miami, 4 de julio del 2005.

*Alfredo M. Cepero reside actualmente en Miami y es Secretario General
del Partido Nacionalista Democrático de Cuba.